Mediodía, caluroso y húmedo, un clásico en los últimos meses de cada año. Pleno sol sobre la frente sudorosa de los trabajadores municipales que trabajan a destajo arremangados y con huellas de cansancio y tierra entre sus manos. A pura pala y pico, golpe y golpe, uno sobre otro como un repiqueteo fabril ahuecan la tierra para poder construir pilares para el techo de chapa de “Arrimando el bochín”, la cancha de bochas del barrio. Pulmón puro. Una pelea contra el tiempo. Antes de fin de año el techo tiene que estar inaugurado. Sin embargo, la monotonía se rompe como si las agujas de un reloj detuvieran de pronto su andar.
Sobre la avenida Belgrano, donde los carteles marcan el 2800 y esta se cruza con Supisiche, esquina histórica de Sarandí que fue durante las primeras décadas del siglo XX el lugar de encuentro de la muchachada de la Villa Belgrano, está la plaza Pascual Romano con su traza extrañamente angosta que apenas araña los 50 metros y poco se acerca a los 100 de largo, casi de la forma de un ladrillo. Toda una evidente herencia catastral derivada de su loteo inicial. Allí, el extraño vidrio pasó de mano en mano, bajo miradas curiosas y ajenas a sus orígenes sin saber que se recuperaba un centenar de historias.
Nada le falta a la otrora plaza Nicolás Avellaneda, ni siquiera su declaración como Patrimonio Histórico de Interés Cultural en 1992 durante la Intendencia de Baldomero Cacho Álvarez. Perimetrada por veredas que invitan a caminatas o trotecitos, bancos que auguran mateadas y atesoran besos, infaltables hamacas y grandes tachos encadenados que proponen jineteadas. También luce la necesaria y remodelada calesita de inmemoriable antigüedad al mando de Martín y su sortija en los últimos 13 años. El carrito pochoclero, los juegos infantiles multicolores y hasta un túnel que permite desandar imaginariamente el tiempo. Todo está metódicamente construido: los serpenteantes y angostos caminitos internos, los monolitos de sus esquinas con las placas alusivas a los vecinos notables, graffitis, el remodelado parador de los colectivos 570 y 24 y, naturalmente, la cancha de bochas ahora techada.
En las primeras décadas del siglo pasado Avellaneda pasó por una etapa de importante crecimiento fabril y entre sus más importantes producciones estaba la del vidrio. Aún sigue siéndolo. Cattorini Hnos. SA como un ícono referente de la industria del vidrio nacional que fabrica botellas para todo tipo de bebidas. Cristalux SA con su larga y sinuosa historia. Del “Durax, para toda la vida”, que hiciera famoso al ex tenista y simpático actor Jorge Martínez a la recuperación de su ruina en 2002 por sus ex trabajadores, llegando en la actualidad a recibir a trabajadores de Hollywood. Una “bruja de Eastweck” como Susan Sarandon y un “player” como Tim Robbins. Dentro de este entorno productivo de gigantes y poderosos también estaba La Moderna, que sobrevive en el recuerdo de su maravillosa chimenea y hoy emerge en el barrio como simbólico faro de vidrio irrompible.
Premonitorio quizás, un tobogán ocupa en la plaza el espacio por el que en la antigua fábrica bajaron miles de botellas del aperitivo Ferro Quina Bisleri, sidra Tunuyan, especialmente a finales de cada año, Fernet Branca, vino Toro, y muchísimas botellitas en miniatura, de las que se usan de muestra o para coleccionar. Botellas que hoy se ofrecen en Mercadolibre como raras y antiguas. ¿Dónde estarán esas botellas? ¿Qué repisa adordanarán? Porque seguramente alguna debe aún estar dando vueltas por ahí.
Sentado en una silla de plástico, casi apoyado contra la baranda de metal de la cancha que acerca el ruido de las bochas chocando entre sí, Darío rememora que bajo la actual plaza hace algunas décadas había otro espacio, otra dimensión, otra vida. Señalando la chimenea de la plaza, dice: “Empecé a laburar acá a los 14 años, y estuve hasta el ‘71”. Con sus blancos y bien peinados 74 años, el ex trabajador de La Moderna, la fábrica de botellas de vidrio más famosa del vecindario, no deja de asombrarse por el paso del tiempo. Los recuerdos le caen como fichas de tragamonedas. Mientras señala la cancha de bochas cuenta que en ese mismo lugar se cargaban pedazos de vidrio, con arena, arsénico y soda cáustica, y que todo ese “menjunje de cosas” después lo tiraban dentro del horno que estaba al pie de la chimenea.
Sentado en una silla de plástico, casi apoyado contra la baranda de metal de la cancha que acerca el ruido de las bochas chocando entre sí, Darío rememora que bajo la actual plaza hace algunas décadas había otro espacio, otra dimensión, otra vida. Señalando la chimenea de la plaza, dice: “Empecé a laburar acá a los 14 años, y estuve hasta el ‘71”. Con sus blancos y bien peinados 74 años, el ex trabajador de La Moderna, la fábrica de botellas de vidrio más famosa del vecindario, no deja de asombrarse por el paso del tiempo. Los recuerdos le caen como fichas de tragamonedas. Mientras señala la cancha de bochas cuenta que en ese mismo lugar se cargaban pedazos de vidrio, con arena, arsénico y soda cáustica, y que todo ese “menjunje de cosas” después lo tiraban dentro del horno que estaba al pie de la chimenea.
Juan, otro abuelo de La Moderna, también empezó a los 14. Desde la barra del club Brisas del Plata donde atiende el bufete todos los días recuerda que entró a trabajar en el ‘49 cuando todavía las botellas de vidrio se hacían artesanalmente. La fábrica funcionaba con tres turnos completos de operarios que llegaron a ser cuatro incluso, en “brigadas”, sin parar y las 24 horas. Eran épocas en que “trabajaba pegado al horno” soplando con el aire de un compresor para llenar el molde de vidrio líquido, verde oscuro pero brillante, al que le pegaba la base, “el culo de la botella”. Aún caliente, la sacaba y la ponía en una mesita donde “había otro pibe, otro compañero, que la agarraba con una pinza y la tiraba abajo” por una especie de tablón de madera para llegar al “archa”. Un gran cuadrado de hierro con arena para que la botella se temple y pueda estibarse en el depósito que ocupaba casi toda la fábrica.
Por entonces, La Moderna era una incipiente fábrica con propietarios del vecindario, se podría decir un producto genuino de Sarandí. “Un dueño se llamaba Sánchez, que vivía acá en Paunero.” dice Juan. “No vive ninguno, fallecieron todos”. Otro era un tal García “que vivía antes de llegar a Mitre en Supisiche, la casa todavía está. Otro era Corsini que vivía en Rivadavia, pasando Salta. También la casa está pero remodelada. Eran todos de acá”, concluye. Darío se suma: “ahí en Belgrano, frente al Hospital de Bomberos, vivía otro dueño. No me acuerdo el nombre. Y otro más que vivía sobre Supisiche antes de llegar a Mitre. Acá trabajábamos toda gente de la zona”. “Sobre Supisiche, estaba el más viejo de todos: la casa está como cuando vivía él, donde hasta hace poco vivía el sobrino que después quedó como uno de los dueños”, dice Juan retomando la palabra tras mucho esfuerzo para recordar el nombre. Es que los años no han pasado en vano, muchas hojas se han secado como los recuerdos. Y muchas otras se han perdido o fueron arrebatadas como las que tenía en su poder Marisa Romano, la hija de Pascual, hasta que los cacos, los que no respetan ni pasado ni presente ni futuro, se las quitaron. “No me quedó ni una foto de mi padre”, dice Marisa con su cuerpo desgatado por males de salud.
El que sí tiene hojas es el árbol sarandí que fue plantado en 1986 sobre una de las esquinas de la plaza, mientras el país gritaba “el gol” a los ingleses, en Comodoro Rivadavia y Supisiche. Por ahí entraba la materia prima a la antigua fábrica La Moderna. A escasos metros de la que fuera la casa de Pascual. El mismo día en que se llevaba a cabo en un acto solemne el cambio de nombre de una de las calles laterales de la plaza. De Córdoba pasó a ser Dr. Atilio E. Lavarello en memoria a quien fuera un notable médico del barrio, quién según cuentan “las malas lenguas”, los fines de semana cambiaba el estetoscopio y el termómetro por los largavistas y el reloj para tomar los tiempos y apostar por su afición equina en las pistas de La Plata.
En los ’60 La Moderna dejó de ser una fábrica de vecinos y pasó a manos de Porto y Compañía, quienes instalaron “La automática” llevando así la “modernidad” a La Moderna. No solo cambiaron los dueños, también cambió el trabajo. Nada sería igual. Llegaba a Sarandí la automatización de la invención del maestro vidriero de Cognac, Claude Boucher, que en 1880 tuvo la original idea de utilizar aire comprimido para dar forma al vidrio. La producción dejó de ser artesanal para ser “automática”, ya nadie pasaba el aire por ningún tubito para llenar los moldes de las botellas y por supuesto dejaron de ser necesarios un montón de trabajadores. Darío y Juan, que como muchos otros pasaron a trabajar “al patio como peón”. Se acabaron los artesanos del vidrio. “En esta época se compraban fábricas para vaciarlas”, menciona Juan recordando a Porto y La Moderna. “Nos terminaron echando a todos los viejos, porque nosotros teníamos sueldo de oficial y eso les dolía” agrega sonriendo. “Peleábamos para que nos pagaran lo que nos debían y hasta estuvimos viviendo adentro de la fábrica con medidas de fuerza sin dejar entrar a nadie, hasta que un día vinieron del Ministerio de Trabajo y tuvimos que salir. Terminamos hablando con el Gobernador Allende”, recuerda Juan. “Encima nos querían hacer un juicio, porque les hicimos un cajón de muerto y los pusimos adentro”, dice entre risas como recordando una travesura de niños. “Es que estos tipos se dedicaban a eso, a cerrar fábricas, eran unos tránsfugas”, reafirma sin ningún gesto risueño. Darío agrega: “Eran una mano negra”. Juan terminó yendo a la Marshall, la fábrica de heladeras de la zona, con los bonos de Alsogaray como indemnización para terminar de pagar sus muebles. Darío la siguió peleando hasta cuando pudo, hasta el final.
UN ROMANO EN EL CAMINO
No era este el único frente de conflicto. La chimenea de la fábrica no era muy bien vista en el barrio y mucho menos aún la ceniza, hollín y mugre que largaba y caía en forma desesperante en las veredas. Pascual Romano tomó la bandera de la protesta contra La Moderna.
Atrás habían quedado sus trabajos en Canale, de empleado en la litográfica de Duarte y Espósito en 12 de Octubre y Zeballos y su bolichito de café y té sobre la calle Salta ahí nomás de la que sería su plaza. También su etapa de cadete de los Bomberos Voluntarios de Sarandí y su trabajo desde 1940 en el emblemático frigorífico La Negra sobre avenida Pavón. Pascual pasaba a ser protagonista, con su voz y reclamos como político comunista. Eran tiempos de acción. Así, ingresó activamente en política llegando en mayo del ‘73 a ser electo como concejal de Avellaneda integrando la Alianza Popular Revolucionaria conservando el cargo hasta el golpe del 76.
Pascual Romano |
Después de muchos años de bregar para que se cierre la fábrica, se cerró. No por la inquietud de los vecinos encabezada por Pascual Romano, que seguramente no debe haber sido muy bien vista por los trabajadores de La Moderna sino justamente como consecuencia de maniobras espurias del propio capital. Jugarretas del destino, sería la frase de estilo. El capitalismo que al fin da una mano al sueño de un comunista.
La fábrica pasó a ser un baldío, ya no había chimenea ni contaminación contra la cual protestar. Tampoco trabajadores que se ganaran el mango. Se había cambiado la chimenea, la vieja de chapa había sido reconstruida en otra de material mucho más alta, pero así y todo seguía dejando “todas las veredas quemadas”, como dice Darío. Ahora el problema estaba en la mugre que había en el predio abandonado a su suerte y que desde iniciados los 70 ya nadie ocupaba. “La gente se quejaba de las ratas”, afirma Juan. Pascual Romano desde su reconocida militancia política y pese al descreimiento de los vecinos logró que el Coronel Marcelo de Elía, Intendente desde junio de 1971, autorizara la creación de la plaza. Pero no todas eran rosas, hubo que esperar bastante para que la autorización se hiciera realidad. Recién en marzo de 1981 empezaron las obras de creación y remodelación de la plaza. Mucho tiempo, aunque no tanto como el que pasara desde que la Municipalidad de Avellaneda, en abril del ‘81 anunció la prolongación del servicio de subterráneos y creación de la Línea G, que según se dijera sería inaugurada en 1984. Hasta habían determinado el lugar de las estaciones y todo.
Con la construcción de la plaza la fisonomía del barrio comenzó a cambiar. Se tiraron abajo los paredones de casi cuatro metros de altura de la vieja fábrica vacía para dejar al descubierto su interior. La chimenea por primera vez empezaba a respirar, pero quedaba expuesta e indefensa. La Municipalidad se encargaría de hacer la plaza para lo cual tenía que tirar abajo las estructuras interiores que quedaban de la plaza, incluyendo la chimenea. “Tirar abajo la chimenea costaba mucha plata”, dicen casi a coro Juan y Darío, junto con Juan Carlos -de impecable y bancaria figura- y Jorge –con su cascada voz-, quienes se suman con la bola de bochas en sus manos. Así fue como entonces que por cuestiones meramente económicas la chimenea siguió erguida. Todo fue reconstruido, a excepción de la chimenea que fue engalanada incluso por los propios Bomberos Voluntarios de Sarandí que aportaron su agilidad y sapiencia para iluminarla.
Pasó diciembre de 2012, terminó la choriceada con el Intendente Jorge Ferraresi en la inauguración del techo nuevo. Cambiaron los sonidos de la plaza. Sus instrumentos, su música y partitura, pero no sus recuerdos e historias. A los costados de la chimenea, ese gran cañón hacia el cielo, emergen simbólicas construcciones imitando dos coronas precisas, como de máquina relojera. Mitad emergiendo a la superficie, mitad por debajo arañando la tierra, arando los recuerdos que el extraño pedazo de vidrio verde oscuro y brillante trajo la memoria de centenarias historias.
Por Roberto Bouchet